sábado, 26 de febrero de 2011

Primer apunte

Una llovizna muy fina y desordenada  desdibujaba suavemente  la delicada figura de María Loreto.   Vista desde la ventana que daba al huerto, la niña podría ser un fragmento de Monet   si no fuera por sus trenzas sotaquireñas con olor a maíz  tostado. Su delantal blanco ya tenía las manchas del jugo del durazno que se había comido con el afán y la  sed de niña juguetona. Aún no dejaba su muñeca de trapo pero sabía tejer como una matrona de viejos saberes. Tejidas, ensortijadas y las cuentas mal hechas por tener la atención  desordenada. En su pelo se le enredaban los sueños , las cintas blancas y las hojitas que se le amañaban después de rodar entre el cielo y el suelo.  Sonó un campanazo en la iglesia. Todavía le alcanzaba el tiempo para juntar las flores de manzanilla y hacerse una corona.  Su misión era ser  la reina de las hierbas y las especias. Tendría los poderes para ponerse alas y llegar a la luna. Sonaron los dos campanazos . Debía  quitarse el delantal, ponerse el rebozo negro, buscar el misal y la camándula que se le había enredado en el cidrón o quién sabe dónde… Sonaron los tres campanazos de la iglesia advirtiendo la hora de encontrarse con Dios. Su corazón le dio un vuelco. Ya se lo había advertido su mamá aquella mañana cuando  entre remilgos no quería dejar su cama:
“Dios tiene horario. Si llegamos tarde,  los favores y los perdones se  le acaban!”
María Loreto debía llegar a tiempo para ser perdonada y para pedir los favores urgentes que anotaba con cuidado en  algún pedacito de papel que escondía detrás del "padrenuestro". Varias veces había  probado sin permiso los buñuelitos que estaban contados sobre la mesa de la cocina; varias veces había asegurado que rezaba tres veces el rosario mientras tejía pero la verdad era que lo hacía una vez y a medias, porque por alguna razón sus pensamientos se le escapaban hacia el valle, detrás de unas enigmáticas libélulas.  Semejante peso lo llevaba en su conciencia y no importaba cuántas veces Dios la perdonara, ella pecaba sin darse cuenta. Si seguía así, su pasaporte al reino de los cielos podía perderse y eso no estaba previsto en la familia.
A la hora del ángelus,  hora de rezar el tercer rosario y cuando siempre se perdía María, se escuchaban las graves sentencias de las mujeres grandes:
“Esta niña no sabe dónde tiene la cabeza” “María se pierde con las estrellas”  “Eso es porque María no reza…” 
Los hermanos ya estaban en el coro, con el pelo mojado y bien peinado , calladitos y con  semblante de ángeles educados. Repartían nerviosamente  las partituras  entre ese instrumento que apenas alcanzaban pies y manos y  los atriles improvisados en sus espaldas, siguiendo las severas instrucciones de su padre. Teófilo, siempre serio, pero con el alma vestida de ternura, vigilaba desde arriba la entrada de la gente, esperando ver pronto a su hermanita quien hacía entrada triunfal coronada de flores de manzanilla, refundida entre su muñeca de trapo, su misal, su  camándula, su reboso negro, sus pensamientos, sus trenzas. El niño sonrió aliviado .Se sentó en el armonio. Frotó sus pequeñas manos  para sacudirse el frío del rocío mañanero. Estiró sus pies buscando los aún lejanos pedales y con decisión  de soldado valiente, empezó un aleluya. Los días en el pueblo empezaba con  arrepentimiento y  buenas intenciones , por aquello de que el que peca y reza empata. Todo estaba dispuesto para su santificación cotidiana: música, incienso, olor a leña quemada, pan fresco, murmullos mágicos que invocaban el más allá y los pensamientos de María Loreto fundiéndose con el rayo de sol que le tocaba el hombro cada mañana. Pero esa mañana la fina llovizna danzaba extraños vaivenes y no se sabía si bajaba del cielo, o nacía del río. Una fuerte brisa levantó las enaguas pesadas de las sotaquireñas que salían de la iglesia. Gritos y rebosos volaron y se enredaron en las nubes. Sólo uno de ellos , el de la pequeña María, quedó pegado en el misterioso rostro del  forastero que acababa de llegar a la plaza entre los relinchos y galopes  de su caballo desafiando el viento.